
DE
LA EXPRESIÓN Y EL AZAR EN LA OBRA DE CARMELO RUBIO
José María Luna Aguilar
El
ser humano tiene una lógica inclinación a clasificar,
sean objetos (animales, plantas, insectos) como abstracciones:
sentimientos, conceptos, proporciones. Sobre este particular es
admirablemente revelador el divertido ensayo de Borges "El
Idioma Analítico de John Wilkins", donde, tras un minucioso
análisis, llega a esta conclusión: "notoriamente
no hay clasificación del universo que no sea arbitraria
y conjetural". A pesar de ello, esta natural tendencia taxonómica
nos lleva generalmente a relacionar también a los artistas
y sus manifestaciones plásticas en sistemas más
o menos cerrados de clasificación, de encasillamiento.
Pero clasificar implica también, en cierta manera, calificar.
O lo que es lo mismo adjetivar, cualificar, dotar al objeto que
hemos situado en un determinado contexto de unas características
que, siendo o no generales, les son propias a la obra en cuestión
y que le otorga de rasgos que la identifican. Esto, que viene
sucediendo a lo largo del devenir de la historiografía
artística, nos hace a todos intentar siempre enmarcar a
artistas y obras según esas generalidades, usualmente formales,
que caracterizan las realizaciones de los artistas como si estos,
y mucho más en los últimos tiempos, no tuvieran
además de buscarla con ahínco una propia
singularidad que los identifica, que los caracteriza y los diferencia
de una forma acusadamente individual. Otra cosa es que todos ellos
no puedan ni quieran escapar del bagaje social, histórico
y cultural que atesoramos y cuando digo atesoramos, digo
bien, conservamos o debemos conservar como un tesoro, del
que todos formamos nuestra sensibilidad y conocimiento. En este
mundo hiperinflacionado de imágenes y de información,
sería no ya imposible sino antinatural que nadie, y menos
un creador, pueda o pretenda escapar del conocimiento de todo
lo anteriormente realizado, de todo lo creado en otros tiempos
y también en estos. Por eso es, ahora mucho más
que nunca, dií’cil, cuando no imposible, dar satisfacción
completa a esa inclinación clasificatoria. La autonomía
del arte, antaño preconizada como punta de lanza, pero
mucho más la individualidad del artista, que huye de grupos,
de clasificaciones y cualificaciones, que se pretende explorador
de nuevos caminos, que no quiere ser turista de la plástica,
sino viajero de las formas y de los sentimientos, agregan innúmeras
dificultades al empeño.
Si aun así abordáramos la obra de Carmelo Rubio
desde esta pulsión parecida a la del entomólogo,
fácilmente podríamos caer en la tentación
de agruparlo entre los artistas abstractos de filiación
expresionista, y si apuráramos aun más podríamos
hablar de cierta inclinación lírica y con ello dejar,
para nuestra tranquilidad, clasificada y cualificada la obra y
su autor. Pero si a pesar de ello puesto que concluimos
con Borges en la arbitrariedad conjetural del esfuerzo nos
acercamos más, si enfocamos la lente de observación
sobre su obra alcanzaríamos a entender que, si bien participa
de algunas de las características genéricas que
definen las citadas categorías, ésta discurre por
unas coordenadas muy personales. Unos parámetros que bebiendo
de muchas fuentes, como no podía ser de otra forma, se
depuran y decantan en formas singulares que no pueden ser más
que reflejos de su propio existir, de su propio deambular por
distintas vías, por senderos y vericuetos diversos hasta
encontrar uno propio que se acomode, y al que se amolde un sentir
propio. Pues si bien es verdad que en cierta medida su obra puede
responder a los principios generales de la teoría clásica
de la expresión esto es, que la obra de arte no es
si no es el resultado de una experiencia, de un sentimiento, de
una vivencia, no podemos incardinarlo ni formal ni estructuralmente
de una manera un tanto reductora en este mero planteamiento. Es
cierto también que su obra participa del principio que
Heidegger definió en su momento como uno de los fenómenos
más característicos de la modernidad, la conversión
de la obra de arte en objeto de la vivencia, con el resultado
de que el arte pasa a ser expresión de la vida del artista.
Su obra es esencialmente una búsqueda de compresión
del espacio vital a través de la experiencia, de la observación,
de la visión de un paisaje, del contacto con la naturaleza
en su tierra natal, donde busca como una especie de arqueólogo,
o mejor como un paleontólogo, y encuentra los elementos
que le ayudan a desvelar y a traducir esa experiencia en un lenguaje
de formas, donde el color principalmente tierra de cassel
y azul cobalto adquiere fundamental relevancia significativa.
Los elementos sígnicos tienen en su caso una función
semántica esencial reveladora y develadora. No están
ahí porque sí, no tienen tan sólo una significación
formal, no son el mensaje por sí mismos: son los caracteres
que dan soporte a la escritura de la historia de ese espacio trascendente.
Un espacio donde las formas se conjugan y declinan en función
de su particular acontecer.
Y para ello recurre a diversos procedimientos y procesos que combinan
contrastadamente azar y control, rigor y hallazgo, descubrimiento
y sorpresa. En sus composiciones quizás fruto de
su acreditada trayectoria como grabador siempre hay una
puerta abierta a la sorpresa, al golpe de suerte, a la intervención
espontánea de los elementos; pero eso es sólo un
juego visual, una trampa formal, detrás de sus obras hay
un elaborado proceso de experimentación en el que encuentran
lugar preeminente pigmentos y elementos naturales. Este laborioso
proceso forma parte de una disposición conceptual que entronca
con una visión ontológica, en la que la naturaleza
tiene un protagonismo principal en esta plasmación plástica
de expresividad del ser trascendente, con ciertas reminiscencias
del pensamiento hegeliano.
TRAYECTORIA
RESUMIDA DE CARMELO RUBIO