EL
CORAJE Y LA MUGRE
Ignacio Castro
"I will
speak daggers and use none"
-Hamlet-
Nos
interrogan unos cuadros sobrios, el negro manchando un blanco
a veces teñido por variaciones azuladas, verdosas, rojizas.
Este leve cromatismo no sería tanto un color como las propias
imperfecciones del negro, su más íntima textura.
Los cuadros carecen de grumos y materización porque se
han secado en vertical debido a la falta de espacio en el angosto
estudio donde al artista vive. En estas obras de acrílico
diluido, con textura casi de acuarela, apenas hay empasto, salvo
algún accidente incorporado a la superficie.
El blanco lechoso del lienzo, confundido con la pared, es importante
para que esta pintura respire, pues la agitación de las
manchas necesita un silencio circundante. El fondo lácteo
dialoga con la turbulencia oscura. Un blanco por lo demás
deteriorado, corroído por la duda. Efectivamente, nunca
estamos ante una blancura perfecta, la deseada tabula rasa, sino
asediados por modelos y clichés previos. Hay siempre que
vaciar, excluir, desescombrar.
En este trabajo se borra y se destruye mucho, como si los cuadros
fueran el resultado más de quitar que de poner. Tony Squance
trabaja en quince cuadros a la vez para después eliminar
catorce y quedarse con uno. Aunque fuese aleatoria, esta selección
precisa encierra, como en la fotografía, todo lo que sea
el arte. Vives acosado por la multiplicidad que tu deseo ha generado:
imágenes, recuerdos, papeles, teléfonos, amistades,
objetos. Tienes serios problemas para decir que no, para desprenderte
de las cosas que te rozan. De ese caos, del cual moralmente no
puedes prescindir, has de sacar intermitentemente destellos, un
orden que no se contraponga al azar, sino que le dé paso.
De ahí tus intermitentes ataques de cólera, tus
rupturas fulminantes. Como si vivieras dentro de un trastorno
bipolar afectivo y ético, donde la experiencia carnal del
bien y el mal te tortura.
Ese constante amasijo provoca impotencia, un derrumbamiento mudo
del que brota puntualmente la furia. ¿Por qué eres
artista? Porque necesitas una síntesis genial de ese amasijo
que amenaza con ahogarte, que no puede ser negado, ignorado. Necesitas
una obra material tan precisa como abierta es tu sensibilidad,
un trazo que te permita volver a la vida común, impersonal,
descansando de tu pensamiento.
El pelaje de seres peligrosos y desconocidos -el momento es un
ser desconocido-, su espesor en este fondo vacío. El ser
calla. O tal vez el ser es este callar del mundo. ¿Hay
sentido por algún lado, o sólo esta zozobra, este
ruido emitido por un alienado dentro de un teatro vacío?
Squance trabaja los regueros, las hebras de un sentido siempre
por descifrar. Brega en el mapa de nuestra incomprensible llegada,
en las sendas perdidas que pueblan todos los encuentros. Aquí,
ahora. Estamos ante una pintura que, además de formalmente
construida, no puede dejar de ser atormentada, de hacerse preguntas
difíciles. Aunque es cierto, en contra de lo que indicaría
el sociologismo triunfante, que no hay correspondencia directa
entre una obra y una biografía. El autor no ha sufrido
más de lo que lo hemos hecho nosotros. Simplemente, ha
adoptado la resolución ética de no desprenderse
de eso, de no reprimir el mal y establecer cualquier horizonte
a partir de él, en él, sin taparlo. Esto le aparta
de la manada, del maniqueísmo de la superstición
pública.
No es extraño así que esta pintura exprese una incomodidad
con nuestro mundo hipócrita. Rebeldía que tiene
poca relación con la ideología, sino más
bien con cierta fidelidad hacia lo que sufre, lo que puede ser
víctima. Para quien tiene hijos, y el artista siempre desciende
en sus obras, el mundo puede llegar a ser un campo de concentración.
Así llegan estos brotes de violencia. Squance no querría
perder, valga la expresión, el norte de la agresividad.
En el envés de la euforia angloamericana que poco a poco
invade nuestro entorno cultural, es posible que este pintor no
quiera abandonar una percepción cruel del mundo. Ciertamente,
a diferencia de lo que se llama un "producto cultural",
aquí hay detrás soledad y tristeza. Como si cada
cuadro fuera hijo de la orfandad, de una vieja desolación
ante el laberinto del sentido. Se pintan los desastres de la guerra,
que en este caso son los de nuestra contienda cotidiana. ¿Una
pintura entonces heroica, romántica, trágica? Tony
Squance se resiste, pues no quiere abandonar cierta brutalidad
empírica. No quiere dejar un trabajo muscular que desconfía
de todo pensamiento que no haya sido caminado, puesto a prueba
en la forja de los sentidos. Justamente para liberar a los sentidos
de la tiranía de la información, esta realidad subtitulada
en la que cual latimos.
A contrapelo de nuestra cultura puritano-digital, el artista trabaja
con un virus para el que no hay programa. De ahí estos
ecos fotográficos de la fiereza, con perros ladrando y
hummers -vehículos para mujeres de 30 años que quieren
sentirse seguras- en marcha. Squance aplica el zoom digital a
la fotografía, descomponiendo la imagen técnica
y jugando con sus trozos. Quiere copiar algo, pero afortunadamente
falta la paciencia, sobra la prisa. Brotan así estos cuadros
rápidos, producto de una pasión instantánea.
De hecho, si el pintor no lo dice, no se nota ninguna dependencia
figurativa en estos cuadros, a diferencia de lo que ocurre en
la realidad virtual.
No tienen referencias reales, aunque el vago punto de partida
es captar un fragmento del mundo, la huella de un momento. Con
una relación problemática con la abstracción,
Squance se niega a entregarse al gesto puro, al expresionismo
bruto, sin ninguna alusión real. De modo que si una tensión
abstractiva corroía antes sus figuras, ahora una tensión
figurativa no deja en paz la abstracción. Un polo sólo
existe para no dejar descansar al otro. Como escribía el
pintor Alvar Haro, Squance mantiene en vilo el duelo entre proximidad
y lejanía, lo lleno y lo vacío, lo reconocible y
lo difuso. En la línea de lo que ha hecho una venerable
corriente de pintura inglesa, de Constable a Bacon.
Pintura independiente de la naturaleza, la de Squance es ella
misma naturaleza. Elimina la representación, pues es ella
misma presencia. Lo que acontece, acontece en el cuadro y no necesita
referencias externas. No se trata en ningún caso de reproducir
lo visible, sino de hacer visible lo invisible, el tiempo puro,
su terrible ambigüedad. Cuando una pintura carece de vida
se debe a que el pintor no ha tenido el coraje de acercarse lo
suficiente para iniciar una colaboración con el Tiempo
donde se juega la existencia. Se queda a una distancia de copia,
a una distancia histórico-artística de la que nada
sabe el modelo. Acercarse al momento significa olvidar las convenciones,
la información, la fama, el propio yo. También significa
arriesgarse a la incoherencia, a la locura incluso. Pues puede
suceder que uno se acerque demasiado y entonces el momento, como
un animal, pisotee al pintor.
El filósofo que tal vez ha pensado más el arte en
el siglo XX, Gilles Deleuze, decía que el concepto casi
nunca era suficientemente abstracto para captar la violenta complejidad
de lo singular. La tarea del arte es llevar esa singularidad directamente
a una obra, conseguir que el pensamiento no sea otra cosa que
la configuración, abstracta y concreta a la vez, de los
segundos vividos. Para eso has de vivir cada segundo como si fuera
el último. Dicho sea de paso, esto te da una enorme ventaja
en momentos de peligro, pero te hace un poco patético en
esa amplia franja de la vida cotidiana donde no sucede nada.
El sistema nervioso de los cuerpos, la química de las sensaciones.
Squance pinta ese plano, correspondiendo a una indagación
microfísica que carga la cultura radical contemporánea.
Desconfiado ante las grandes narrativas -la de la emancipación,
entre ellas- queda el instinto de apoyarse en el suelo de la percepción.
Por eso subsiste en estos cuadros, grandes y pequeños,
un pulso de arte monumental, ya que se dedican a elevar lo ínfimo,
a levantar una vidriera con el torbellino de las emociones.
La nervadura de lo real, su fiebre, su frágil esqueleto.
Squance busca cómo orientarse en el sistema nervioso. Cada
cuadro obedece hasta tal punto a un momento, no a un programa,
que ni siquiera el autor está después seguro de
cómo deben colgarse.
Y sin embargo la violencia ha de ser ceñida, embridada,
pues si no hay una composición estética el cuadro
no resiste la ansiedad del cambio perpetuo. A veces encontramos
en esta exposición un remanso casi paisajista. Pero tampoco
se puede descansar en lo estético, en una simplicidad budista.
Un resto de rudeza realista desconfía en Squance de cualquier
equilibrio orientalizante. Lo que sí hay es una esquematización
jeroglífica, para que flote en el aire una sola pregunta.
Y también, diría, un poco de miedo a la paz, a envejecer
en la calma, a la autosatisfacción de la obra ya "bien
hecha". En realidad, ¿por qué ser artista?
Porque no vales para otra cosa, no puedes conformarte con nada,
especializarte anímicamente y olvidar la violencia de lo
vivido. No puedes separarte. De cualquier modo, hay en esta pintura
una cercanía a la enfermedad de vivir que la aleja de todo
eso que podríamos llamar conceptual, de cualquier minimalismo
frío. Antes, el parentesco con un expresionismo. Aunque
Squance, con razón, duda. Si hay concepto, ha de proseguir
una senda inmanente.
A sacudidas, el pintor avanza a través de las crisis, tiene
en ellas su elemento, su única escuela. El resto de los
lenguajes especializados y las técnicas que aprende son
secundarias en relación a esa tecnología punta del
dolor. El resultado final está todo él en la superficie,
pero siempre ha de aceptar en la misma superficie algo crucial
no revelado. La llanura del cuadro está puesta al servicio
de esa latencia, como si la realidad fuera siempre una metáfora
de algo desconocido, la pasajera cristalización de un alien.
El arte conserva, es incluso lo único en el mundo que conserva.
Pero no lo hace del mismo modo que la industria, que añade
una sustancia para conseguir que la cosa dure. Más bien
extrae una impertinente duración de la misma fragilidad,
una herética eternidad que palpita en el más breve
lapso. De ahí que el monumento resultante pueda caber en
unos pocos trazos, como un poema de Auden.
*
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