>EXPOSICIÓN: "brotes de violencia"> OBRE RECIENTE DE TONY SQUANCE, PINTURA. 26 de octubre - 26 de noviembre de 2006

EL CORAJE Y LA MUGRE
–Ignacio Castro–

"I will speak daggers and use none"
-Hamlet-

Nos interrogan unos cuadros sobrios, el negro manchando un blanco a veces teñido por variaciones azuladas, verdosas, rojizas. Este leve cromatismo no sería tanto un color como las propias imperfecciones del negro, su más íntima textura. Los cuadros carecen de grumos y materización porque se han secado en vertical debido a la falta de espacio en el angosto estudio donde al artista vive. En estas obras de acrílico diluido, con textura casi de acuarela, apenas hay empasto, salvo algún accidente incorporado a la superficie.

El blanco lechoso del lienzo, confundido con la pared, es importante para que esta pintura respire, pues la agitación de las manchas necesita un silencio circundante. El fondo lácteo dialoga con la turbulencia oscura. Un blanco por lo demás deteriorado, corroído por la duda. Efectivamente, nunca estamos ante una blancura perfecta, la deseada tabula rasa, sino asediados por modelos y clichés previos. Hay siempre que vaciar, excluir, desescombrar.

En este trabajo se borra y se destruye mucho, como si los cuadros fueran el resultado más de quitar que de poner. Tony Squance trabaja en quince cuadros a la vez para después eliminar catorce y quedarse con uno. Aunque fuese aleatoria, esta selección precisa encierra, como en la fotografía, todo lo que sea el arte. Vives acosado por la multiplicidad que tu deseo ha generado: imágenes, recuerdos, papeles, teléfonos, amistades, objetos. Tienes serios problemas para decir que no, para desprenderte de las cosas que te rozan. De ese caos, del cual moralmente no puedes prescindir, has de sacar intermitentemente destellos, un orden que no se contraponga al azar, sino que le dé paso. De ahí tus intermitentes ataques de cólera, tus rupturas fulminantes. Como si vivieras dentro de un trastorno bipolar afectivo y ético, donde la experiencia carnal del bien y el mal te tortura.

Ese constante amasijo provoca impotencia, un derrumbamiento mudo del que brota puntualmente la furia. ¿Por qué eres artista? Porque necesitas una síntesis genial de ese amasijo que amenaza con ahogarte, que no puede ser negado, ignorado. Necesitas una obra material tan precisa como abierta es tu sensibilidad, un trazo que te permita volver a la vida común, impersonal, descansando de tu pensamiento.

El pelaje de seres peligrosos y desconocidos -el momento es un ser desconocido-, su espesor en este fondo vacío. El ser calla. O tal vez el ser es este callar del mundo. ¿Hay sentido por algún lado, o sólo esta zozobra, este ruido emitido por un alienado dentro de un teatro vacío?

Squance trabaja los regueros, las hebras de un sentido siempre por descifrar. Brega en el mapa de nuestra incomprensible llegada, en las sendas perdidas que pueblan todos los encuentros. Aquí, ahora. Estamos ante una pintura que, además de formalmente construida, no puede dejar de ser atormentada, de hacerse preguntas difíciles. Aunque es cierto, en contra de lo que indicaría el sociologismo triunfante, que no hay correspondencia directa entre una obra y una biografía. El autor no ha sufrido más de lo que lo hemos hecho nosotros. Simplemente, ha adoptado la resolución ética de no desprenderse de eso, de no reprimir el mal y establecer cualquier horizonte a partir de él, en él, sin taparlo. Esto le aparta de la manada, del maniqueísmo de la superstición pública.

No es extraño así que esta pintura exprese una incomodidad con nuestro mundo hipócrita. Rebeldía que tiene poca relación con la ideología, sino más bien con cierta fidelidad hacia lo que sufre, lo que puede ser víctima. Para quien tiene hijos, y el artista siempre desciende en sus obras, el mundo puede llegar a ser un campo de concentración.

Así llegan estos brotes de violencia. Squance no querría perder, valga la expresión, el norte de la agresividad. En el envés de la euforia angloamericana que poco a poco invade nuestro entorno cultural, es posible que este pintor no quiera abandonar una percepción cruel del mundo. Ciertamente, a diferencia de lo que se llama un "producto cultural", aquí hay detrás soledad y tristeza. Como si cada cuadro fuera hijo de la orfandad, de una vieja desolación ante el laberinto del sentido. Se pintan los desastres de la guerra, que en este caso son los de nuestra contienda cotidiana. ¿Una pintura entonces heroica, romántica, trágica? Tony Squance se resiste, pues no quiere abandonar cierta brutalidad empírica. No quiere dejar un trabajo muscular que desconfía de todo pensamiento que no haya sido caminado, puesto a prueba en la forja de los sentidos. Justamente para liberar a los sentidos de la tiranía de la información, esta realidad subtitulada en la que cual latimos.

A contrapelo de nuestra cultura puritano-digital, el artista trabaja con un virus para el que no hay programa. De ahí estos ecos fotográficos de la fiereza, con perros ladrando y hummers -vehículos para mujeres de 30 años que quieren sentirse seguras- en marcha. Squance aplica el zoom digital a la fotografía, descomponiendo la imagen técnica y jugando con sus trozos. Quiere copiar algo, pero afortunadamente falta la paciencia, sobra la prisa. Brotan así estos cuadros rápidos, producto de una pasión instantánea. De hecho, si el pintor no lo dice, no se nota ninguna dependencia figurativa en estos cuadros, a diferencia de lo que ocurre en la realidad virtual.

No tienen referencias reales, aunque el vago punto de partida es captar un fragmento del mundo, la huella de un momento. Con una relación problemática con la abstracción, Squance se niega a entregarse al gesto puro, al expresionismo bruto, sin ninguna alusión real. De modo que si una tensión abstractiva corroía antes sus figuras, ahora una tensión figurativa no deja en paz la abstracción. Un polo sólo existe para no dejar descansar al otro. Como escribía el pintor Alvar Haro, Squance mantiene en vilo el duelo entre proximidad y lejanía, lo lleno y lo vacío, lo reconocible y lo difuso. En la línea de lo que ha hecho una venerable corriente de pintura inglesa, de Constable a Bacon.

Pintura independiente de la naturaleza, la de Squance es ella misma naturaleza. Elimina la representación, pues es ella misma presencia. Lo que acontece, acontece en el cuadro y no necesita referencias externas. No se trata en ningún caso de reproducir lo visible, sino de hacer visible lo invisible, el tiempo puro, su terrible ambigüedad. Cuando una pintura carece de vida se debe a que el pintor no ha tenido el coraje de acercarse lo suficiente para iniciar una colaboración con el Tiempo donde se juega la existencia. Se queda a una distancia de copia, a una distancia histórico-artística de la que nada sabe el modelo. Acercarse al momento significa olvidar las convenciones, la información, la fama, el propio yo. También significa arriesgarse a la incoherencia, a la locura incluso. Pues puede suceder que uno se acerque demasiado y entonces el momento, como un animal, pisotee al pintor.

El filósofo que tal vez ha pensado más el arte en el siglo XX, Gilles Deleuze, decía que el concepto casi nunca era suficientemente abstracto para captar la violenta complejidad de lo singular. La tarea del arte es llevar esa singularidad directamente a una obra, conseguir que el pensamiento no sea otra cosa que la configuración, abstracta y concreta a la vez, de los segundos vividos. Para eso has de vivir cada segundo como si fuera el último. Dicho sea de paso, esto te da una enorme ventaja en momentos de peligro, pero te hace un poco patético en esa amplia franja de la vida cotidiana donde no sucede nada.

El sistema nervioso de los cuerpos, la química de las sensaciones. Squance pinta ese plano, correspondiendo a una indagación microfísica que carga la cultura radical contemporánea. Desconfiado ante las grandes narrativas -la de la emancipación, entre ellas- queda el instinto de apoyarse en el suelo de la percepción. Por eso subsiste en estos cuadros, grandes y pequeños, un pulso de arte monumental, ya que se dedican a elevar lo ínfimo, a levantar una vidriera con el torbellino de las emociones.

La nervadura de lo real, su fiebre, su frágil esqueleto. Squance busca cómo orientarse en el sistema nervioso. Cada cuadro obedece hasta tal punto a un momento, no a un programa, que ni siquiera el autor está después seguro de cómo deben colgarse.

Y sin embargo la violencia ha de ser ceñida, embridada, pues si no hay una composición estética el cuadro no resiste la ansiedad del cambio perpetuo. A veces encontramos en esta exposición un remanso casi paisajista. Pero tampoco se puede descansar en lo estético, en una simplicidad budista. Un resto de rudeza realista desconfía en Squance de cualquier equilibrio orientalizante. Lo que sí hay es una esquematización jeroglífica, para que flote en el aire una sola pregunta. Y también, diría, un poco de miedo a la paz, a envejecer en la calma, a la autosatisfacción de la obra ya "bien hecha". En realidad, ¿por qué ser artista? Porque no vales para otra cosa, no puedes conformarte con nada, especializarte anímicamente y olvidar la violencia de lo vivido. No puedes separarte. De cualquier modo, hay en esta pintura una cercanía a la enfermedad de vivir que la aleja de todo eso que podríamos llamar conceptual, de cualquier minimalismo frío. Antes, el parentesco con un expresionismo. Aunque Squance, con razón, duda. Si hay concepto, ha de proseguir una senda inmanente.

A sacudidas, el pintor avanza a través de las crisis, tiene en ellas su elemento, su única escuela. El resto de los lenguajes especializados y las técnicas que aprende son secundarias en relación a esa tecnología punta del dolor. El resultado final está todo él en la superficie, pero siempre ha de aceptar en la misma superficie algo crucial no revelado. La llanura del cuadro está puesta al servicio de esa latencia, como si la realidad fuera siempre una metáfora de algo desconocido, la pasajera cristalización de un alien.

El arte conserva, es incluso lo único en el mundo que conserva. Pero no lo hace del mismo modo que la industria, que añade una sustancia para conseguir que la cosa dure. Más bien extrae una impertinente duración de la misma fragilidad, una herética eternidad que palpita en el más breve lapso. De ahí que el monumento resultante pueda caber en unos pocos trazos, como un poema de Auden.

* BACK



c / ALMENDRO 22, 2º GI. 28005 MADRID - tfnos. (+34) 91 366 08 18 - 616 95 86 13