El objeto tartamudo
Txaro
Fontalba
Los
monstruos habitan las fronteras. Son figuraciones, personajes
fronterizos, de identidad incierta, movediza, que devienen otra
cosa máquina, puro cuerpo, animal, ser inanimado,
marioneta. Cada época engendra sus propios monstruos,
expresión del otro y de sus metamorfosis, de miedos a la
muerte y ansiedades sobre el cuerpo: el monstruo es un palimpsesto,
una escritura muda, un texto cultural. Algo escapa, el monstruo
es irreductible a estas significaciones, se resiste: es singular,
prodigio, maravilla. Etimológicamente monstruo hace alusión
a aquello que se muestra y revela; el monstruo como objeto monstruoso,
se muestra a sí mismo.
El monstruo tiene un estatus problemático, molesto, no
se asemeja a nada y resiste a responder a la pregunta ¿qué
es? Fulgurante, extraño, elusivo, su identidad siempre
es dudosa y sus figuraciones al mismo tiempo se aparecen como
terroríficas, absurdas y cómicas.
El monstruo más allá de representar cualquier cosa,
es una pura presencia: testarudo e insistente se da a los ojos,
se presenta en su singularidad. La máscara de la Gorgona
en la antigua Grecia petrificaba a quien se atrevía a mirarla,
tenía impresa la muerte en los ojos. Y también oculta,
o más bien muestra la ocultación, muestra el ocultar
mismo, señala el vacío, el abismo, el horror, lo
real, lo indecible, la pura extrañeza o como se lo quiera
llamar. Presagia, inquieta, tropieza con lo real.
El objeto artístico, la obra de arte, a modo de monstruo,
es maravilla heterogénea, un objeto no identificable, que
se resiste a las identificaciones. La mostración como un
acto del arte. "Monstración".
Existe una zona monstruosa, una zona fantástica que se
mezcla con la existencia cotidiana y sus objetos reconocibles,
para perturbarla. Así lo fantástico es lo extraordinario
interfiriendo en lo ordinario, es la perturbación de la
realidad mediante la alteración visual de los objetos.
Contravenir los objetos. Objetos ajenos entre sí que conviven
"a la fuerza", objetos forzados, en un mismo escenario
u objetos extraños que se amigan en el plano del cuadro,
en el espacio, en una escena congelada, detenida e imposible.
Y salta a los ojos, cruda e insólita. No se trata necesariamente
del encuentro con lo siniestro o la emergencia del horror, también
puede ser lo risible, lo trágico, lo cómico, lo
irónico o un frágil y fugaz desprendimiento, de
caída de lo esperado, de sus dobles y duplicaciones. Es
el vislumbramiento de una zona fantasma, silenciosa, que acecha,
persigue, atormenta, que planea en lo cotidiano y lo agujerea.
Alcanzar lo extraordinario, presentir la opacidad e indecibilidad
de la muerte pero quedándonos en este lado de la realidad
sin ruptura aparente del orden cotidiano.
Y la muerte se presiente. Se podría decir que en toda escena
monstruosa, en toda escena fantástica de lo que se trata
es de la muerte presentida. El objeto que amenaza como telón
de fondo es el muerto, el cadáver, lo inanimado, el autómata;
la invasión de lo inanimado y de lo extraño en el
propio cuerpo; la alteración de lo cotidiano por la emergencia
de lo extraordinario, de la otredad. La sospecha y la pregunta
de si no estamos más muertos que vivos, en nuestra cotidianidad
repetida. El muerto es el prototipo de lo fantástico, su
límite y también su motor. Es común que el
muerto se codee con otros personajes que son sus variantes: el
zombi, el muerto viviente o entre dos muertes, el comatoso profundo,
el resucitado. Personajes entre la vida y la muerte que conjuran
la amenaza del tiempo devorador, la irreversibilidad de la realidad.
El devenir monstruo es la pantalla, el velo, el filtro que disimula
la muerte y la alivia.
El tiempo de los monstruos es un tiempo de repetición.
Su tiempo está desplazado, incierto, detenido, suspendido;
es un tiempo de demora, de espera, que no deja de repetirse. El
monstruo aparece, insiste, persigue, se atasca en el mismo punto
en su encrucijada. Es frecuente que en las historias literarias
y cinematográficas de fantasmas y zombis, la acción
de retorno al mundo de los vivos por parte del muerto sea por
causa de un accidente mortal, un fallo en la realidad, una alteración
de la vida que necesita ser enmendada. Una suerte de realidad
incompleta, que necesita una reparación, una segunda oportunidad,
un estado de excepción. Un tiempo de posibilidad que al
transcurrir fuera de la contingencia de un tiempo finito conlleva
la imposibilidad y la destrucción.
Es el tiempo de Sísifo, de la repetición automática,
asfixiante, inmóvil, fúnebre. En efecto, Sísifo
imperturbable sube la piedra a la montaña, para dejarla
caer y volver a subirla. Repite el mismo acto, es su destino y
su castigo. Camus quiere ver heroísmo en la abnegación
y obcecación en lo imposible, en la obediencia indiferenciada.
Es más bien la imagen de la repetición compulsiva,
de la pulsión a repetir. Sabemos que el elemento de la
repetición es un ingrediente esencial en las tragedias.
La repetición en la tragedia se presenta como automaton
del destino: un futuro escrito de antemano, palabras y hechos
con los que identificarse. La tragedia plantea la posibilidad
de cambiar el propio destino en lugar de someternos a la fuerza
destructiva de la repetición: ese algo que se desprende
de la destrucción es rescatado, sublimado.
Vivimos en efecto en la repetición. La vida está
construida de esas repeticiones que tanto molestaban a Valéry
-los mismos gestos, mismos movimientos, objetos y rostros
y que veía como la fuerza opuesta a lo poético,
por oponerse a la vida. Pero, ¿qué repetimos? ¿Repetimos
las satisfacciones, las insatisfacciones, el horror, el goce?
¿las guerras y crueldades? ¿los encuentros, los
desencuentros? ¿las soledades, los amores, los deseos?
¿los cuentos y los mitos?.
Repetimos porque no podemos vivir ciertas cosas y experiencias
sino repitiéndolas. Un poema hay que aprenderlo de memoria,
una obra de arte no se puede resumir. El amor es de este orden
y el corazón el órgano amoroso de la repetición.
El amor no se da más que repitiendo y la muerte somete
al amor a la repetición. Tejemos la repetición en
una marca, muda e imborrable, lo que acontece en cada sujeto,
brecha grabada en el cuerpo y ahí conjugamos el vivir y
el morir. Si podemos hablar de ello es porque algo se desprende,
algo se separa, algo difiere para dejar de repetir y volver a
repetir difiriendo. "Escuchar la pulsación de las
huellas en la métrica de su repetición" (Pereña).
¿No es la repetición el estilo (de un artista),
no entendido como conjunto de estilemas, sino como lo inacabado,
lo incompleto y sin finalidad?.
Existe una reflexión de Recalcati en "Meditaciones
sobre la pulsión de muerte". Trata sobre Ernst, el
nieto de Freud y el famoso juego Fort-da de dos tiempos: "Este
juego consiste en alejar de sí un carrete, una bobina acompañando
a este movimiento con la exclamación ¡Fort! (fuera)
para luego hacerlo reaparecer en el segundo tiempo, acompañando
el movimiento con la exclamación ¡Da! (aquí)".
Recalcati recuerda que "Freud observa que el juego aparece
frecuentemente constituido por un único tiempo, y sólo
raramente se cumple en sus dos movimientos. ...el tiempo que se
repite no es el de la reaparición y del dominio. El tiempo
que se repite, en sentido único, es el tiempo de la pérdida,
de la separación". Freud extraerá de esta experiencia
su principio de muerte. "Tirar el objeto es tirarse con él".
No es tanto que la repetición tapona el efecto de la desaparición
de la madre, sino el juego del carrete es la respuesta del sujeto
al foso que la ausencia de la madre vino a crear. "Madre
de la otredad, cómeme", escribe Sylvia Path. El carrete
no es la madre, sino que es como un trocito del sujeto que se
desprende, pero sin dejar de ser bien suyo, pues sigue reteniéndolo.
No se trataría del "como sí", de objetos
sustitutivos, de objetos que representan el objeto perdido, o
el lugar vacío causado, sino más bien detener la
espera, sostener el sujeto y retener los desprendimientos. El
objeto no sería entonces un medio para llegar a otra cosa,
sino un fin en sí mismo, directamente satisfactorio. Escoger
lo que se encuentra y condescender activamente a la realidad,
es amarla, es mostrar disponibilidad en el acontecer. Arrastrar
el cordel activamente, arrastrar la madeja de líneas del
dibujo y en un gesto único dejarla rodar tirando de ella.
La "verdadera" repetición aún teniendo
que ver con la muerte no es inercia de la muerte. "Estamos
enfermos de repetición, nos curamos por la repetición"
nos dice Freud. Nos encadena y destruye, pero también nos
libera. Repetir se da como oportunidad de diferir el propio goce,
el propio malestar, corregir el timón de la pulsión
de muerte. Se trata de regresar, reapropiarse en el instante,
incidir en la propia temporalidad y proyectarse al futuro. "Recordarse
hacia delante".
Algo se desprende. Cae. El cuerpo cae de la ropa, la carne cae
del esqueleto. Hablar de lo imposible, repetir lo indecible, escribir
las huellas, si se puede, es porque hay un desprendimiento,una
circulación entre el cuerpo y la palabra que trae a la
luz de la imaginación la carne cruda y sin adaptarla, ni
atraparla, la sostiene, la sujeta, para dejarla ir, caer. "Lo
activo es lo que cae, lo que desciende" nos recuerda Deleuze.
La caída es lo más vivo, aquello que experimenta
el viviente con mayor intensidad: es el ritmo activo. La separación,
el filtro hace posible el mundo, la vida; las redes y paracaídas
permiten el desprendimiento; superficies de agujeros, líneas
de nivel sostienen al sujeto. "La vida se reitera para recobrarse
en su caída" (Klossowski).
La carne cruda, animal es también pincelada, escritura,
paisaje, objeto, carta de amor. Carne sujetada, a veces horadada,
perforada. La carne es esa zona común entre el hombre y
el animal, una zona indiscernible: tauromaquia y pasión
de la carne. La carne como el límite y sinsentido de la
certeza corporal.
El arte, como el amor, recorre un movimiento de descenso para
devenir contingente, para imbricarse con el deseo y la vida. "Sólo
el amor-sublimación hace posible al goce condescender al
deseo" (Lacan). Humanizar el goce, inscribir el deseo en
la vida contra la pulsión de muerte. Los objetos son receptáculos
singulares de la memoria afectiva y de las huellas corporales.
"Los objetos, la firma humana del mundo", (Roland Barthes).
Los dobles, las duplicaciones, los simulacros, la virtualidad,
el tartamudear de los objetos son lugares para el humor, la extrañeza
y la heterogeneidad, para la no coincidencia del objeto consigo
mismo. Y en estas distancias, huecos e intervalos residen el misterio
y la hilaridad.
El sujeto piensa con su objeto: el objeto no es indiferente, no
vale cualquier objeto. Existen esos objetos pulsionales de los
que habla el psicoanálisis: pecho, heces, voz, mirada.
El ready made es más que una operación mental, es
más que en un gesto conceptual único: es una operaci—n
material, de las formas, de las sustancias y de los materiales.
El objeto no es inútil para la obra de arte, no es desechable
sino que parece rescatado del gran hipermercado o gran contenedor
de desecho que es hoy el mundo.
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