
EL
ABISMO DE LA PUPILA
Decía
Pierre Bonnard que en toda pintura existe un punto invisible en
el que las tensiones de la mirada y las líneas de fuerza
compositivas convergen, un punto de succión y equilibrio
que él situaba más o menos en la mitad del lienzo
y a cuya importancia no podía sustraerse. Un hecho que
ni la teoría de la Gestalt, ni la Bauhaus, ni el suprematismo
de Malevich pudieron desmentir y que de algún modo ya refrendaban
las tormentas de dilución formal de Turner y el torbellino
de gestos apasionados, violentos, de la "Muerte de Sardanápalo"
de Delacroix, verdaderos huracanes cuyo ojo resume, explica y
sostiene, en su contradictoria quietud, todo el movimiento desbocado
que le rodea.
Hay una parte de
la humanidad que piensa que por nuestro cuerpo se distribuyen
diversos puntos o chacras, puertas por donde fluye y se concentra
la energía. Y hay un anhelo ancestral en focalizar todo
el misterio del principio y fin de las cosas en un solo lugar
u omphalus del universo, por el cual, hipotéticamente,
se podría acceder al conocimiento de lo inexplicable. Junto
a todo ello también subsiste en el inconsciente individual
y colectivo el terror y la fascinación por el abismo de
oscuro fondo, contenedor de quién sabe qué horrores
y maravillas. El vértigo del paso fronterizo entre una
realidad y otra, por desconocida más fascinante; entre
la realidad y su sueño; entre los contrarios. Ya H.G. Wells
advertía en "La puerta en el muro", delicioso
cuento de múltiples lecturas, de los encantos y peligros
que se esconden al otro lado. Y Dante situaba en lo más
hondo de los anillos concéntricos de su Infierno a Luzbel,
el que participó de los opuestos y en su caída atravesó
el mundo, certificando para siempre su división en luz
y tinieblas.
Ley del centro, omphalus,
abismo. Y probablemente más cosas. O ninguna. Porque Luis
G. Adalid lleva años obsesionado con una idea: agujeros,
o cráteres o aberturas o como se les quiera llamar. Una
obsesión que se le impone en su enconada lucha con el lienzo.
Que deriva de la concentración de esfuerzos en un punto
de magnetismo vertiginoso que focaliza la mirada. Sus torbellinos
de pintura están entre la mineralidad de los océanos
o las tierras torturadas, los elementos atmosféricos desatados
y la organicidad de lodos repletos de seres diminutos (en el cuadro
"Elogio de la impostura" podemos encontrar pequeñas
figuras pegadas, arrastradas por la pintura), con un dominio asombroso
del medio acrílico, las veladuras y las materias de carga.
Y todo ese magma contrasta con la inquietante presencia de profundos
agujeros. Y se convierte así en campo yermo, en espacio
de la nada, porque el agujero parece absorber toda la energía
y nuestra atención. La promesa o amenaza están pues
allá abajo, pozo oscuro o foco de luz cegadora. Luis G.
Adalid conecta así dos realidades y dos espacios, el de
la representación pictórica, física, táctil,
de rugosa epidermis, y otro espacio que no se describe pero cuya
presencia es más poderosa merced a la elipsis, a su ausencia
del campo visual, y que se manifiesta por el magnético
hilo de unión del agujero. Se plantea entonces una mirada
más allá de la superficie plana del lienzo, una
mirada perpendicular, en profundidad, buscando el espacio de detrás
del cuadro. Duplicar o multiplicar el espacio visible. Romper
la barrera y abrir un abismo sin fin. Lucio Fontana atravesaba
la tela con un punzón. Adalid la atraviesa con la pintura.
Dentro de una unidad
de dicción, a lo que ayuda un ascético reduccionismo
en grises, entreverados de leves acentos de color, se plantean
varios niveles de contraste, soterrado pero verdadero animador
callado del conjunto. Contraste entre densidad y ligereza, entre
opacidad matérica y sutil transparencia, entre la plenitud
de una superficie sin principio ni fin y su aniquilamiento con
la herida que la atraviesa y la cuestiona. Entre la quietud infinita
de un espacio previsible y la dramática irrupción
de una herida de insospechadas consecuencias.
El drama subyace
también en la sugerente obra sobre papel, donde con una
paleta más cálida, Luis Adalid extiende brumas evanescentes
arropando agrupamientos de brasas semiextintas, cenizas o restos
del cataclismo y que ocultan a nuestra mirada espacios de intangible
profundidad.
Incendio, inundación,
lodo, ceniza, reconstrucción. Pintura. Fruto de la lucha
del pintor con una obsesiva, hipnótica, tarea que le aniquila
y le regenera. Infinitos precipicios que se abren al abismo de
nuestra pupila y que dejan entremedias una senda salpicada de
pintura.
(Alvar
Haro)
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EL
OÍDO INCONCLUSO, POEMA DE EUGENIO CASTRO (EDICIÓN)
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He
decidido suprimir, en este libro*, para mi propio infortunio y
el de los lectores que acceden a este texto, el componente sensible
y sensual de mi habitual trabajo conceptual-poético por
razón del carácter seco, adusto, ascético,
o de "recitativo secco", que tiene la filosofía
primera. Pero hay, creo, también cierta "salvación
estética" para esa belleza dura y nada concesiva.
....
A esas "sombras" estamos referidos, en tanto que seres
de la frontera,
a través de nuestra pasión y de nuestra razón,
a través de una corriente pasional que tiene en ese mundo
"nocturno" su raiz y su determinación, o de una
razón o "logos" que una y otra vez puja y porfía
por arrancar jirones de luz, o de claroscuro, o de materia neblinosa
tenuemente iluminada, a ese recinto umbrío que es, para
nuestra experiencia, el reino del no-ser y
del no-saber, lo arcano, el enigma mismo que, en nuestra aventura
pasional y racional, porfiamos por nombrar, cobrando de ese comercio
radical con nuestro límite u horizonte alguna palabra invadida
de silencio.
Eugenio
Trías: "Los límites del mundo"
Ediciones Destino, 2000.