LUIS GONZÁLEZ-ADALID: "RECITATIVO SECCO", PINTURAS > 3 de MARZO - 16 de ABRIL 2005

 

EL ABISMO DE LA PUPILA

Decía Pierre Bonnard que en toda pintura existe un punto invisible en el que las tensiones de la mirada y las líneas de fuerza compositivas convergen, un punto de succión y equilibrio que él situaba más o menos en la mitad del lienzo y a cuya importancia no podía sustraerse. Un hecho que ni la teoría de la Gestalt, ni la Bauhaus, ni el suprematismo de Malevich pudieron desmentir y que de algún modo ya refrendaban las tormentas de dilución formal de Turner y el torbellino de gestos apasionados, violentos, de la "Muerte de Sardanápalo" de Delacroix, verdaderos huracanes cuyo ojo resume, explica y sostiene, en su contradictoria quietud, todo el movimiento desbocado que le rodea.

Hay una parte de la humanidad que piensa que por nuestro cuerpo se distribuyen diversos puntos o chacras, puertas por donde fluye y se concentra la energía. Y hay un anhelo ancestral en focalizar todo el misterio del principio y fin de las cosas en un solo lugar u omphalus del universo, por el cual, hipotéticamente, se podría acceder al conocimiento de lo inexplicable. Junto a todo ello también subsiste en el inconsciente individual y colectivo el terror y la fascinación por el abismo de oscuro fondo, contenedor de quién sabe qué horrores y maravillas. El vértigo del paso fronterizo entre una realidad y otra, por desconocida más fascinante; entre la realidad y su sueño; entre los contrarios. Ya H.G. Wells advertía en "La puerta en el muro", delicioso cuento de múltiples lecturas, de los encantos y peligros que se esconden al otro lado. Y Dante situaba en lo más hondo de los anillos concéntricos de su Infierno a Luzbel, el que participó de los opuestos y en su caída atravesó el mundo, certificando para siempre su división en luz y tinieblas.

Ley del centro, omphalus, abismo. Y probablemente más cosas. O ninguna. Porque Luis G. Adalid lleva años obsesionado con una idea: agujeros, o cráteres o aberturas o como se les quiera llamar. Una obsesión que se le impone en su enconada lucha con el lienzo. Que deriva de la concentración de esfuerzos en un punto de magnetismo vertiginoso que focaliza la mirada. Sus torbellinos de pintura están entre la mineralidad de los océanos o las tierras torturadas, los elementos atmosféricos desatados y la organicidad de lodos repletos de seres diminutos (en el cuadro "Elogio de la impostura" podemos encontrar pequeñas figuras pegadas, arrastradas por la pintura), con un dominio asombroso del medio acrílico, las veladuras y las materias de carga. Y todo ese magma contrasta con la inquietante presencia de profundos agujeros. Y se convierte así en campo yermo, en espacio de la nada, porque el agujero parece absorber toda la energía y nuestra atención. La promesa o amenaza están pues allá abajo, pozo oscuro o foco de luz cegadora. Luis G. Adalid conecta así dos realidades y dos espacios, el de la representación pictórica, física, táctil, de rugosa epidermis, y otro espacio que no se describe pero cuya presencia es más poderosa merced a la elipsis, a su ausencia del campo visual, y que se manifiesta por el magnético hilo de unión del agujero. Se plantea entonces una mirada más allá de la superficie plana del lienzo, una mirada perpendicular, en profundidad, buscando el espacio de detrás del cuadro. Duplicar o multiplicar el espacio visible. Romper la barrera y abrir un abismo sin fin. Lucio Fontana atravesaba la tela con un punzón. Adalid la atraviesa con la pintura.

Dentro de una unidad de dicción, a lo que ayuda un ascético reduccionismo en grises, entreverados de leves acentos de color, se plantean varios niveles de contraste, soterrado pero verdadero animador callado del conjunto. Contraste entre densidad y ligereza, entre opacidad matérica y sutil transparencia, entre la plenitud de una superficie sin principio ni fin y su aniquilamiento con la herida que la atraviesa y la cuestiona. Entre la quietud infinita de un espacio previsible y la dramática irrupción de una herida de insospechadas consecuencias.

El drama subyace también en la sugerente obra sobre papel, donde con una paleta más cálida, Luis Adalid extiende brumas evanescentes arropando agrupamientos de brasas semiextintas, cenizas o restos del cataclismo y que ocultan a nuestra mirada espacios de intangible profundidad.

Incendio, inundación, lodo, ceniza, reconstrucción. Pintura. Fruto de la lucha del pintor con una obsesiva, hipnótica, tarea que le aniquila y le regenera. Infinitos precipicios que se abren al abismo de nuestra pupila y que dejan entremedias una senda salpicada de pintura.

 

(Alvar Haro)

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EL OÍDO INCONCLUSO, POEMA DE EUGENIO CASTRO (EDICIÓN)


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He decidido suprimir, en este libro*, para mi propio infortunio y el de los lectores que acceden a este texto, el componente sensible y sensual de mi habitual trabajo conceptual-poético por razón del carácter seco, adusto, ascético, o de "recitativo secco", que tiene la filosofía primera. Pero hay, creo, también cierta "salvación estética" para esa belleza dura y nada concesiva.

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A esas "sombras" estamos referidos, en tanto que seres de la frontera,
a través de nuestra pasión y de nuestra razón, a través de una corriente pasional que tiene en ese mundo "nocturno" su raiz y su determinación, o de una razón o "logos" que una y otra vez puja y porfía por arrancar jirones de luz, o de claroscuro, o de materia neblinosa tenuemente iluminada, a ese recinto umbrío que es, para nuestra experiencia, el reino del no-ser y
del no-saber, lo arcano, el enigma mismo que, en nuestra aventura pasional y racional, porfiamos por nombrar, cobrando de ese comercio radical con nuestro límite u horizonte alguna palabra invadida de silencio.


Eugenio Trías: "Los límites del mundo"
Ediciones Destino, 2000.

 

 
   
 
   
 
   
 
   
 
   
 
 

 

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